Autor: Ignacio Ellacuría
Aunque mantengo el título que se me ha pedido, porque "América Latina", cuando se habla de estos problemas teológico-políticos en contextos como el de este Congreso sobre "Teología y Pobreza", es más una categoría conceptual que una realidad empíricamente histórica, quisiera indicar que la concreción para mí de América Latina es la actual situación histórica de El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y otros países o situaciones semejantes que se les puedan comparar. Porque es en esos países y en esas situaciones donde los "pobres", tal como van a ser definidos más tarde, cobran concreción. Dicho en otros términos, esos países y su situación realizan y verifican bien eso, que, en relación con los pobres, se entiende que es América Latina como lugar teológico.
Lo que va a decirse a continuación no es sino la reflexión creyente sobre una realidad vivida. Lo primario es la realidad, en la que el Espíritu de Cristo, que es el Espíritu de Jesús, se va haciendo carne, se va haciendo historia. Y esa realidad es vista en un segundo momento desde aquella fe en el Jesús histórico muerto por nuestros pecados – manteniendo en la expresión el que nuestros pecados han dado muerte y a la vez el que su muerte nos va liberando de nuestros pecados en la liberación del pecado del mundo –, que se nos ha dado en la Iglesia, en la conservación que la Iglesia ha hecho y hace, a veces contra su gusto y su voluntad, de la palabra de Dios.
De aquí se sigue, por lo pronto, que no vamos a teorizar en abstracto sobre quiénes son los pobres de los que habla Jesús o sobre qué tipo de pobreza es aquélla a la que se refiere el Evangelio, la buena nueva a los pobres. La encarnación histórica de los pobres evangélicos y de la pobreza evangélica es un hecho primario en nuestra realidad concreta y sabernos que lo son porque ellos nos salvan y no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvados que el de Jesús. Lo que pasa es que no es un hecho meridiano, como no lo fue tampoco el hecho de Jesús pobre y de la pobreza de Jesús. Por eso necesitamos volver una y otra vez al Jesús originario y fundante para que estos pobres que son su continuación y seguimiento sean plenaria y lúcidamente los pobres de Jesús. De ahí que nuestro método sea ir de la realidad viva a la revelación de Jesús y de la revelación de Jesús a la viva realidad.
Y, sin embargo, esta concreción no rompe con la universalidad de la fe cristiana. Es evidente que el fenómeno de los pobres y de la pobreza no se da de la misma manera en cualquier parte del mundo y en cualquier situación social, Esto es así, aun sin confundir interesadamente a los pobres evangélicos con cualquier sufriente o doliente. Es claro que Jesús y la fe cristiana tienen palabras de salvación para los sufrientes y los dolientes y, a su vez, es claro que los dolientes y los sufrientes aportan salvación cristiana al mundo o pueden aportarla; pero lo hacen en otro contexto y de otra forma que los real y materialmente pobres. Pues bien, aun sobrepasando esta confusión, queda lugar para decir que es distinto el modo de ser pobre en diversas situaciones. Pero esto no puede convertirse en escapatoria porque en esto de los pobres hay también grados de perfección, de modo que sólo poniendo los ojos en los más-perfectamente-pobres es como se puede valorar todo lo que da de sí la pobreza evangélica. Quisiéramos mostrar que esos más- perfectamente-pobres se dan de modo excepcional en situaciones como las que hoy están viviendo las mayorías populares en países y situaciones como las de El Salvador, Guatemala, y, en otro sentido, Nicaragua Esto es lo que se quiere afirmar cuando hablamos de los pobres como lugar teológico en Amé- rica Latina. La explicación y comprobación de esa frase es lo que van a procurar mostrar las siguientes reflexiones. Pero no olvidemos el punto de partida concreto. Vamos a ver cómo los pobres evangélicos de América Latina están siendo lugar teológico.
¿Quiénes son los pobres en América Latina?
Medellín y puebla no han tenido grandes dudas sobre el particular. La verdad es que tampoco las tuvo grandes el Vaticano II. Y es difícil que las tenga quien vive en un ambiente, en el que el dato primario, aplastante es el de la pobreza. Tampoco es difícil reconocer en abstracto la importancia que el hecho y el ideal de la pobreza pueden tener para la vida cristiana. Es impresionante con cuánta tozudez los grandes reformadores de la Iglesia han vuelto una y otra vez a la pobreza como exigencia fundamental de la fe cristiana " de la perfección cristiana. Claro que con igual tozudez se han encontrado pronto escapatorias más o menos sutiles para espiritualizar las exigencias históricas, en lo personal y en lo colectivo, de la pobreza material.
Y, sin embargo, desde el hecho de los pobres en América Latina puede decirse que la concepción clásica de los pobres y de la pobreza no tocaban apenas aspectos que hoy vemos con claridad. Dos de ellos me parecen fundamentales: el carácter dialéctico de la pobreza y su carácter político. Dicho en síntesis previa: los pobres son pobres "frente a los ricos" – carácter dialéctico – y los pobres desempeñan un papel político decisivo en la salvación de la historia. Esto sea dicho sin olvidar ni por un momento el carácter estrictamente cristiano de la pobreza, porque lo que queremos sostener aquí es que precisamente la pobreza cristiana debe constituirse en pobreza dialéctica y en pobreza política para dar de si todo lo que tiene, mientras que a su vez la pobreza dialéctica y política tienen que hacerse cristianas para ser realmente afirmadoras y creadoras y no meramente destructoras y negativas.
Está, ante todo, el carácter dialéctico de los pobres y de la pobreza. En nuestra situación concreta hay pobres "porque" hay ricos; hay una mayoría de pobres porque hay una minoría de ricos. Lo cual vale en semejante medida tanto de los distintos grupos sociales dentro de un país como de los distintos países en el contexto de la geografía universal. Si todos fuéramos pobres porque los recursos disponibles fueran escasos, no podría hablarse propiamente de pobres. Ni siquiera podría hablarse propia y formalmente de pobres, si hubiera únicamente desigualdad; esto ya permitiría hacerlo de algún modo, incluso de algún modo propio, porque seria ininteligible dentro de la fraternidad universal de los hijos de Dios este grado abusivo de iniquidad entre los que tienen todo hasta el despilfarro y los que apenas tienen nada. Este segundo aspecto nos acerca más al problema real y su problematismo está presente de lleno tanto en la Biblia como en la predicación de los grandes Padres de la Iglesia. Pero hay un tercer aspecto que es todavía más fundamental, que habrá podido ser estudiado analíticamente por Marx y los marxistas, pero que como hecho está descrito y denunciado abundantemente por los Profetas y por los Padres y Doctores de la Iglesia; es el hecho de que los ricos se han hecho tales desposeyendo a los pobres de lo que era suyo, de su salario, de sus tierras, de su trabajo, etc. Es un elemento decisivo para entender lo que tiene que ser y está siendo la "respuesta de los pobres" en lugares teológicos y políticos como el de América Latina.
Este carácter dialéctico de los pobres reclama dialécticamente a su contraparte que son los ricos. Si los pobres son los empobrecidos, los ricos son los empobrecedores; si los pobres son los desposeídos los ricos son los poseedores; si los pobres son los oprimidos y reprimidos, los ricos son los opresores y los represores. Lo cual quiere decir de nuevo que si hay gentes con muchos recursos, pero que no son ni han sido sus antecesores – corno bien apuntillaba un gran Padre de la Iglesia – empobrecedores, desposeedores, opresores ni represores, no son ricos en el pleno sentido de la palabra, en el sentido tan severamente condenado por la misma palabra de Dios. Aun entonces tendrán problemas espirituales graves, aquellos, por ejemplo, que tienen que ver con el apego del corazón o con la idolatría del dinero, pero no aquel problema estrictamente "mortal" que tiene que ver con la injusticia y con el dar muerte al hermano.
Vuelvo a repetir que esto no tiene todavía nada de marxismo o de lucha de clases estrictamente tal. El marxismo comienza cuando se da a este hecho real, cuya interpretación cristiana se hace de momento en términos religioso-morales, a explicación analítica a través de la plusvalía de la acumulación original, de las clases sociales. Por tanto, carece de justificación cristiana el acusar a la interpretación dialéctica de la pobreza de estar inficionada por el marxismo. Esta acusación lo que pretende es desvirtuar la pobreza evangélica. Una cosa es que no se haya acentuado en la predicación y praxis de la Iglesia ese carácter dialéctico de la pobreza y otra que ese carácter dialéctico haya sido tomado del marxismo; una cosa es que ese planteamiento dialéctico de la pobreza cristiana esté más cerca de los planteamientos marxistas que de los capitalistas y que, por tanto, favorezca en parte a aquellos y desfavorezca a éstos y otra muy distinta que sea un ardid del marxismo, que introduce en la fe cristiana y en su praxis aspectos que no le son propios. Como decía antes, no sería nada difícil mostrar cómo es plenamente evangélico y cristiano este aspecto de la pobreza, que hemos llamado dialéctico.
Está, por otro lado, el aspecto político de los pobres y de la pobreza: el carácter político de los pobres. No estoy seguro de que sea tan fácil mostrar en las mismas fuentes de la revelación este segundo carácter como lo era el primero. Mostrarlo es más cuestión de razón teológica que de lectura bíblica Sin embargo, nos encontramos al mirar sobre los desposeídos y empobrecidos de América Latina que su pobreza consciente y activamente asumida representa antes y después de la revolución una fuerza fundamental de cambio social y un referente imprescindible para la reestructuración de la sociedad. Son los "pobres de la tierra" los que están impulsando, de hecho, la lucha por la justicia y por la libertad, la lucha por la liberación que incluye tanto la libertad como la justicia en El Salvador y en Guatemala; aquellos que apenas nadie creía que podían ser sujetos activos de lucha social y política están resultando ser no sólo los portadores y aguantadores de la lucha "con ríos de su propia sangre dejados en los surcos de su tierra –, sino los orientadores objetivos de la misma. Y son también los "pobres de la tierra" los que se convierten en el sujeto del futuro revolucionario, cuando se buscan las formas económicas y políticas que de verdad les corresponden. Una revolución hecha desde los pobres, con ellos y para ellos, se convierte así "escandalosamente" en un nuevo signo fundamental del Reino de Dios que se acerca porque está ya entre nosotros, signo fundamental de un Reino de Dios que busca y va logrando operativizarse en la historia. La. buena nueva predicada a los pobres como sujetos primarios de salvación se hace más consonante con esta realidad social y política en la que los pobres son también sujetos primarios de su propia historia y de cada una de las historias nacionales. Desde el punto de vista político de la pobreza cristiana y en respuesta al carácter dialéctico de la misma nos encontramos con unos pobres activos obligando a los ricos a despojarse de las condiciones materiales de su riqueza empecatada. Esto no es posible sin lucha política, que las más de las veces tendrá que ser revolucionaria y que en casos extremos podrá ser violenta y armada.
¿Quiénes son, entonces, los pobres en América Latina? ¿Quiénes son desde una perspectiva cristiana los pobres en América Latina?
Ante todo, los que son "materialmente" pobres. La materialidad de la pobreza es el elemento real insustituible y consiste no tanto en carecer incluso de lo indispensable, sino en estar desposeído dialécticamente del fruto de su trabajo y del trabajo mismo, así como del poder social y político por quienes con ese despojo se han enriquecido y se han tomado el poder. Esta materialidad real de la pobreza no puede ser sustituida con ninguna espiritualidad; es condición necesaria de la pobreza evangélica, aunque no es condición suficiente. Se dirá que en este sentido hay muchos desposeídos, por ejemplo, todos aquellos que trabajan por cuenta ajena, todos aquellos que cuentan poco en el reparto tanto de la riqueza como del poder. Probablemente es así. Pero puestos los ojos en América Latina, lo que se ve es que el desposeimiento privativo llega hasta límites absolutamente intolerables, pues toca al hecho mismo de la vida, que ni se puede sustentar ni se puede retener. Y se ve, en segundo lugar, que muchos de los que en algún modo son desposeídos en el Primer Mundo, por ejemplo, las clases proletarias y sus a6nes, son en su conjunto parte del sistema des- poseedor de los hombres del Tercer Mundo. Fuera de que su relativa pobreza material puede estar anulada por la codicia individualizada de la riqueza.
Pero no basta cristianamente con ser "materialmente" pobres. Hay que serlo también "espiritualmente". La espiritualidad no es aquí un sustitutivo de la materialidad, sino un coronamiento de la misma. Ser ricos materialmente y pobres espiritualmente es una contradicción inasimilable e insuperable desde un punto de vista cristiano, al menos mientras haya pobres materiales y, al parecer, "siempre habrá pobres entre vosotros". Esta contradicción es, sobre todo, inasimilable cuando los pobres no son unos pocos marginados por incapacidades congénitas o por desidia voluntaria, sino que son la mayoría. Y no olvidemos que, tomado el mundo en su conjunto, los pobres materiales son la inmensa mayoría de la humanidad. De ahí la actualidad y la universalidad de nuestro problema. ¿Qué es, entonces, la espiritualidad cristiana de la pobreza?
Ante todo, una toma de conciencia sobre el hecho mismo de la pobreza material, una toma de conciencia individual y colectiva. La toma de con- ciencia pasa por lo pronto a través de lo que la dialéctica pobreza-riqueza tiene de injusticia y de insolidaridad, tiene en definitiva de pecado; la dialéctica riqueza-pobreza no sólo hace imposible la voluntad genérica de Dios sobre los bienes de este mundo, tan recordada por los últimos Papas, sino – lo que es mucho más grave desde un punto de vista cristiano – hace imposible el ideal histórico del Reino de Dios, anunciado por Jesús y, dentro de ese ideal, hace especialmente imposible el mandamiento del amor y la confesión real de la filiación consustancial del Hijo, así como la de fraternidad de los hombres, especialmente la de aquellos que por el bautismo se han hecho miembros de un mismo Cuerpo. Se trata, por tanto, de elementos sustanciales de la fe cristiana que tienen que ver con la confesión de Dios como Padre, con la confesión de Jesús como Hijo y con la confesión del Espíritu Santo como vinculador de ese único Cuerpo que es la Iglesia. Hacen bien los que predican como elemento esencial de la Iglesia y de la fe cristiana la comunión, pero no hacen bien esos predicadores cuando no reconocen que la dialéctica riqueza-pobreza, ricos-pobres, es en su misma realidad la negación primaria de esa comunión y uno de los orígenes radicales de todas las divisiones y confrontaciones. Quien no lucha contra ella, no lucha en favor de la comunión; quien no combate eficazmente contra ella no desea de verdad la comunión. Está en lo que San Ignacio de Loyola llamaría primer o segundo binario al retrasar hasta el juicio final y la otra vida el rechazo absoluto de los ricos (Mt 25, 40 ss.) o al proponer medios que realmente no combaten con eficacia el mal.
Esta toma de conciencia individual y colectiva ha de convertirse de algún modo en acción, en praxis. Es el segundo elemento de la espiritualidad. Esto requiere, e primer lugar, organización, organización popular. No me estoy refiriendo a un tipo determinado de organización popular, porque hablar de esto no compete a una reflexión teológica; me refiero al hecho bruto de que los pobres han de organizarse en cuanto pobres para hacer desaparecer ese pecado colectivo y originante que es la dialéctica riqueza- pobreza. Cabria la evasión individualista y/o interiorizante ante ese pecado, pero ese no sería en principio un camino cristiano. Requiere, en segundo lugar, una praxis apropiada, efectiva. No se trata tan sólo de que sea perdonado el pecado del mundo, sino que necesita ser quitado, por más que tanto el perdón como la desaparición del pecado sean acciones progresivas y complementarias. Tampoco aquí hay por qué señalar cuáles hayan de ser los modos de esa praxis; en este punto, como tantas veces recordaba Monseñor Romero, la Iglesia debe ir detrás del pueblo, aunque anunciándole futuros utópicos y señalándole tropiezos del camino.
Hay un tercer elemento en la espiritualización cristiana de la pobreza material, que consiste en el anuncio historizado de los grandes valores del Reino de Dios, que no por ser utópicos y aun trascendentes, dejan de ser realizables de algún modo en los procesos históricos. Así, tenemos que el Reino de Dios, a pesar de lo que digan los hombres de la Ilustración europea, no es sin más el "reino de la libertad", sino que es más bien el "reino de la justicia y de la fraternidad", en el que se busca servir más que ser servido, en el que se busca el ser el último de los hermanos, en el que se tienen grandes reservas contra todas las formas de poder. Es un punto en el que aquí no podemos entrar y cuyo tratamiento exigiría responder a la pregunta de cuáles son los valores estructurales que la espiritualización cristiana de la pobreza y de los pobres aportarla a la construcción de una sociedad nueva, en la que no dominara el pecado de la riqueza y de su concupiscencia, sino la gracia de la pobreza y de su correspondiente entrega a los demás.
Hay, finalmente, un cuarto elemento en la espiritualización cristiana más de los pobres que de la pobreza. La espiritualización de la pobreza misma dice más relación a lo estructural; la espiritualización de los pobres dice más relación a lo personal. La experiencia nos demuestra una y otra vez que apenas es posible una vida personal justa en medio de estructuras injustas y sometida a ellas, pero nos demuestra también que no basta con cambiar las estructuras para que mecánica y reflejamente cambien las personas y que incluso sólo hombres cambiados radicalmente pueden propulsar y mantener cambios estructurales adecuados. Es aquí donde la fe cristiana como mensaje y la gracia de Jesús como dan operativo tienen un campo inmenso de acción. Necesitamos imperiosamente "pobres con espíritu" y ese espíritu es, sobre todo, el espíritu de las bienaventuranzas y del sermón del monte, porque ahí especialmente se hace presente lo que es en definitiva el Espíritu de Jesús. Ya he desarrollado este tema en otros lugares y lo han hecho también otros muchos entre los teólogos de la liberación. Baste con subrayar que se trata de cultivar todo lo que de "metanoico", de "conversivo" tiene el mensaje evangélico y el anuncio de la buena nueva que Jesús hizo a los pobres, y desde ellos y con ellos a los ricos también.
Los pobres en América Latina eran ya materialmente pobres y van siendo cada vez más espiritualmente pobres. El Hijo de Dios se encarnó de nuevo en esa pobreza y desde esa pobreza está floreciendo un nuevo espíritu, que hace de los pobres de América Latina un singular "lugar teológico" de salvación y de iluminación.
¿En qué sentido son "lugar teológico" los pobres en América Latina?
Los pobres en América Latina son lugar teológico en cuanto constituyen la máxima y escandalosa presencia profética y apocalíptica del Dios cristiano y, consiguientemente, el lugar privilegiado de la praxis y de la reflexión cristiana. Esto lo vemos y lo palpamos en la realidad histórica y en los procesos que vive América Latina y lo reconfirmamos en la lectura que desde ese lugar hacemos de la palabra de Dios y de toda la historia de la salvación.
No es difícil probar desde el evangelio que sean los pobres un lugar excepcional de la presencia de Dios entre los hombres. La revelación de Dios a los hombres en el Nuevo Testamento a través del Hijo es de estructura estrictamente "kenótica", esto es, de vaciamiento y alteración (Fil 2, 6-11) Pero este vaciamiento no es puramente el de un Dios que se hace hombre y que, dejando de lado la dignidad divina que le correspondía, se hace como uno de nosotros en todo menos en el pecado. Es un vaciamiento mucho más concreto. Es, por lo pronto, un vaciamiento que pasa por el fracaso y la muerte para reconstituirse como Señor e Hijo de Dios (Rom 1, 2-4), pero por una muerte causada por un asesinato histórico como pago de una vida histórica bien determinada. Y es, además, un vaciamiento en lo que es la vida de los pobres y hasta cierto punto en lo que es la lucha de los pobres por su propia liberación; puede, en efecto, decirse que la praxis de Jesús es fundamentalmente una praxis desde los pobres y con ellos, y, por eso, contra los otros, contra los empobrecedores y dominadores, precisamente en la afirmación permanente de la paternidad de Dios y del consecuente amor entre los hombres. Este triple vaciamiento constituye la escandalosa y beligerante presencia de Dios entre los hombres. Y en esto hay un problema estrictamente dogmático.
En la realidad misma de Jesús, en su praxis y en su palabra, es esencial la conexión de su padre, a través de El mismo, con los pobres dialécticamente entendidos y con la pobreza misma. Es desde esta perspectiva de los pobres desde donde se confiesa en verdad que Jesús es Dios y que Dios es para nosotros el Dios de Jesús. Confesar que Jesús es Dios, entendiendo por Dios algo que tiene poco que ver con eI Dios de Jesús, no es estar defendiendo la divinidad de Jesús, sino que es estar atribuyéndolo una divinización falsa. Y el Dios de Jesús, no lo olvidemos, es un Dios absolutamente escandaloso, inaceptable tanto para los judíos como para los griegos, tanto para los religiosos como para los intelectuales. A veces, y aun con demasiada frecuencia, se acusa a los teólogos de la liberación no sólo de politizar la figura de Jesús, sino horizontalizarla privándola de su divinidad; pero lo que no se piensa con cuidado es si, tras esta acusación, lo que se busca es anular el escándalo de un Dios crucificado e impotente, tal como histórica- mente se nos ha dado y tal como históricamente sigue operando. A ningún cristiano hay por qué obligarle a sostener que Jesús es el Dios de Platón, de Aristóteles, del Santo Tomás de las cinco vías, el Dios de las Teodiceas, menos aún, el Dios de los imperios y de las riquezas. Al cristiano le basta con confesar que Jesús es Dios, primero tal como se lo confesó a si mismo y, segundo, tal como Él lo anunció y lo visualizó corno imagen consustancial histórica del Padre, Evidentemente la humanidad de Jesús no se identifica sin más con su divinidad, pero no hay lugar más claro y transparente de lo que es la divinidad que la humanidad de Jesús. Y esta humanidad tiene que ver de modo especial con los pobres y la pobreza. De ahí que, en consecuencia, los pobres sean especial lugar teológico.
Lugar teológico se entiende aquí, en primer lugar, el lugar donde el Dios de Jesús se manifiesta de modo especial, porque el Padre así lo ha querido. Se manifiesta no sólo a modo de iluminación revelante, sino también a modo de llamada a la conversión. Los dos aspectos están extremadamente enlazados entre si: sin conversión y, los pobres, como lugar donde Dios se revela y llama, no se acerca uno adecuadamente a la realidad viva de Dios y a su luz clarificadora, y sin la presencia y gracia de Dios que se nos da en los pobres y a través de ellos no hay posibilidad plena de conversión.
Ahora bien, esta especial presencia de Dios, del Dios de Jesús, en la realidad histórica de los pobres tiene una configuración propia, por la que se distingue de otras presencias también reales de Jesús, el Hijo de Dios, las cuales constituyen a su vez singulares lugares teológicos, en el primer sentido aquí apuntado como lugar donde más luminoso y vivificante se hace el Dios cristiano. Es inicialmente una presencia escondida y desconcertante, que tiene características muy semejantes a lo que fue la presencia escondida y desconcertante del Hijo de Dios en la carne histórica de Jesús de Nazaret; es inmediatamente después una presencia profética, que dice su palabra primera en la manifestación desnuda de su propia realidad y dice su palabra segunda en la denuncia y en el anuncio que son la expresión de su propia realidad vivida cristianamente y que son resultado de una praxis que busca quitar el pecado del mundo; es, finalmente, una presencia apocalíptica porque en muchos sentidos contribuye a consumar el fin de este tiempo de opresión, mientras que apunta con dolores de parto y con signos escalofriantes al alumbramiento de un nuevo hombre y de una nueva tierra, en definitiva, de un tiempo nuevo. Presencia escondida y escandalosa, presencia profética y presencia apocalíptica, he ahí tres características esenciales de este lugar teológico peculiar que son los pobres.
Lugar teológico se entiende aquí, en segundo lugar, el lugar más apto para la vivencia de la fe en Jesús y para la correspondiente praxis de seguimiento. Hay lugares peligrosos para la fe auténtica como es, entre nos- otros, la riqueza y el poder; cuando Jesús habla de la dificultad de que los ricos y los poderosos entren en el Reino de los cielos no se refiere tan sólo a una dificultad moral, sino que se refiere primariamente a una dificultad teológica: los instalados en la riqueza tienen una enorme dificultad para la fe cristiana, entendida como aceptación real de la totalidad concreta de Jesús – y no sólo de su divinidad descarnada – y como seguimiento real y concreto de lo que fue su vida. Pero si hay lugares peligrosos para la fe, hay también lugares privilegiados. Y uno de ellos muy especial es el tugar que representan los pobres, sus problemas reales y sus luchas de liberación; y esto no sólo porque sea el contrario al lugar especialmente peligroso que es la riqueza, sino porque fácilmente pone en juego el escándalo revelante Jesús y aquellas disposiciones en las que florece más fecundamente lo que es el seguimiento pleno hasta la muerte en cruz de quienes han puesto los ojos en Jesús y han apostado por él. Formas implícitas de fe y de seguimiento como las del sentir con el más pobre y necesitado, las de amar a quienes los dioses de este mundo han despojado de su dignidad y aun de su misma figura humana, las de tener misericordia sobre aquellos que han sido constituidos en turba porque se les ha impedido desarrollarse como personas, las de entregar la vida en defensa de aquellos prójimos a los que se la está arrebatando… todo esto es, evidentemente, expresión de fe y, al mismo tiempo, predisposición para formas más auténticas y vigorosas de fe.
Lugar teológico se entiende aquí, finalmente, el lugar más propio de hacer la reflexión sobre la fe, de hacer teología cristiana. Lo que conduce a determinar que son los pobres lugar teológico en este tercer sentido es, por un lado, el reconocimiento creyente del designio y de la elección de Dios, que han querido que lo des-hecho y lo ’ des-echado de este inundo se hayan convertido en piedra angular para confundir al mundo; por otro lado, la adopción del principio metodológico, según el cual se afirma que el lugar óptimo de la revelación y de la fe es también el lugar óptimo de la praxis salvífica liberadora y de la praxis teológica. En apariencia puede ser más discutible que sea el mismo el lugar teológico de la revelación el lugar más propio de esta labor intelectual que es la teología, sobre todo si se entiende mal ha afirmación de que son los pobres y la pobreza lugar teológico en este tercer sentido que estamos desarrollando. Por eso conviene insistir algo más en este punto.
Es cierto que el hacer teológico tiene una especificidad intelectual, que no debe confundirse con la mera predicación, con el profetismo o con un moralismo voluntarista y apasionado, que rechazaría la debida elaboración intelectual de la fe cristiana. El hacer teológico tiene leyes propias y métodos propios que no se improvisan y que pueden parecer a veces incluso intelectualistas, pero que son insustituibles, no para aparentar virtudes académicas que comparar con las de los cultivadores de otras disciplinas científicas, sino para profundizar la fe y ponerlas en relación con las exigencias de la vida personal y del proceso histórico. Los intelectuales pueden ser un peligro, pero no por eso dejan de ser una necesidad, también en la Iglesia. No obstante, aun reconocida una cierta autonomía de la teología como labor intelectual, no hay que hacerse ilusiones sobre el ámbito y el ejercicio de esa autonomía, pues el teólogo y su hacer dependen enormemente del horizonte en que se mueven y de la praxis a la que se orientan. Reconocido esto, no parece descabellada la tesis de que el hacer teológico mismo, ya no digamos la praxis cristiana que lo sustenta o lo debe sustentar, por su misión y por su contenido, deben tener una proximidad especial a los lugares más propios de la revelación y de la fe.
Pero para evitar equívocos es conveniente distinguir, al menos metodológicamente, "lugar" y "fuente", tomando como "lugar" desde donde se hace la vivencia y la reflexión teológicas, y tomando como "fuente" o depósito aquello que de una u otra forma mantiene los contenidos de la fe. La distinción no es estricta, ni menos excluyente, porque de algún modo el lugar es fuente, en cuanto aquél hace que ésta dé de sí esto o lo otro, de modo que gracias al lugar y en virtud de él se actualizan y se hacen realmente presentes unos determinados contenidos. Aceptada esta distinción, sería un error pensar que bastaría con el contacto directo, aunque sea creyente y esté vivido en oración, con las fuentes, para estar en condición de ver en ellas y de sacar de ellas lo que es más adecuado para lo que ha de constituir una auténtica reflexión teológica. La razón última es que la Palabra de Dios, contenida en las fuentes, es una Palabra referencial y viva, dirigida más a unos que a otros, comprensible, por lo tanto, más por unos que por otros. Una Palabra, además, que no es conservada ni entendida sino por la acción del Espíritu de Jesús, que es un Espíritu presente de manera preferente en los pobres. Lo que tradicionalmente se decía acerca de la necesidad de hacer teología en la Iglesia para que la teología no se convirtiera en tarea puramente profesional y académica, se recoge aquí de otra manera, entendiendo la referencia a la Iglesia como referencia al verdadero pueblo de Dios. Si necesario es que la teología y los teólogos se hagan problema de su relación con el Magisterio, es también necesario que se lo hagan de su instalación en ese auténtico lugar teológico que son las mayorías oprimidas.
Los pobres se convierten así en lugar donde se hace historia la Palabra y donde el Espíritu la recrea. Y en esa historización y recreación es donde "connaturalmente" se da la praxis cristiana correcta, de la cual la teología es, en cierto sentido, su momento ideológico. Hay que reconocer que es fundamental para la praxis y la teoría cristiana el lugar de recepción, de interpretación y de interpelación, y hay que reconocer que ese lugar es de modo preferencial y connatural el lugar teológico que constituyen los pobres, ya asumidos en su materialidad por el Espíritu de Jesús.
No conviene olvidar en ningún momento que el hacer cristiano, y dentro de él el hacer teológico, es un hacer en el ámbito de la historia de la salvación. La historia de salvación implica, como historia, una praxis determinada, pero como salvación cristiana cualifica esa praxis como praxis de los pobres. De ahí que todo hacer cristiano, incluido el hacer intelectual o re- flexivo, que es el hacer teológico, debe entenderse como una praxis eficaz. Ni la fe cristiana, ni consecuentemente la labor teológica tiene como finalidad primera el ser mera interpretación o mero dar sentido – cosas en si mismas necesarias, pero no suficientes – ; menos aún tienen como destinatarios principales a los poderosos, a los ricos o a los sabios de este mundo. Su finalidad y sus destinatarios preferenciales son otros. Su finalidad es la conversión y la transformación, que implican, ciertamente, un interpretar y dar sentido, pero que no se contenta con ello, pues la conversión y la transformación han de ser reales y no puramente idealistas, subjetivistas. Pero es, asimismo, importante la cuestión del destinatario principal: si es para el opresor o es para el oprimido, si va a favorecer más a uno que a otro. Lo cual no significa de modo alguno una especie de devaluación intelectual de la teología, porque de lo que se trata no es de una devaluación y vulgarización pedagógicas, sino de una reorientación potenciadora. Por poner dos ejemplos muy dispares, la Biblia y El Capital son dos obras escritas desde los pobres y para los pobres y no por ello dejan de ser dos obras, humanamente hablando, de excepcional valía intelectual.
El carácter "absoluto" de los pobres en la Iglesia
Si tomamos en serio que los pobres son "lugar teológico" en el sentido que acabamos de apuntar, es claro que se convierten no sólo en una priori- dad, sino hasta cierto punto, en una absolutez, a la que deben subordinarse muchos otros elementos y actividades de la Iglesia. Así, la denominación Iglesia de los pobres debe tomarse como una formulación dogmática, que puede añadirse a la de Cuerpo Místico y otras similares. Lo que con ella se expresa no es algo accidental o algo perteneciente a la perfección eclesial; es más bien algo esencial y constitutivo, cuya falta haría que la Iglesia dejara de ser la Iglesia de Cristo, en la medida en que dejara de ser Iglesia de los pobres. Y dejaría de ser Iglesia de los pobres, no sólo en cuanto desatendiera gravemente a los pobres y a sus problemas, sino mucho más radicalmente en cuanto los pobres dejaran de ser su opción preferencial a la hora de constituir su jerarquía, a la hora de orientar su enseñanza, a la hora de constituir sus estructuras, a la hora de enfocar su pastoral entera, a la hora también de los momentos dogmáticos. La última razón de estas afirmaciones estriba en que es el Reino de Dios lo absoluto en la Iglesia, que la Iglesia está subordinada al Reino y no el Reino a la Iglesia; ahora bien, los pobres son de múltiple manera parte esencial del Reino de Dios y gozan en 5l de prioridad y de absolutez, en cuanto en ellos se hace presente de modo insustituible el Dios cristiano, el destino de la humanidad y el camino de la conversión.
Por eso, hay que aclarar y sostener enérgicamente que el recurso a los pobres como lugar teológico no se hace como un intento directo e inmediato de revitalizar la pastoral y, menos aún, la teología como práctica intelectual. Se hace primariamente como un servicio a la causa de la fe que es la causa de los pobres; se hace en función del Reino de Dios y por causa de Él, en cuanto el Reino de Dios mantiene estructuralmente conexas la cosa de los pobres y la cosa de Dios; mantiene indisolublemente unidos los caminos de Dios y los caminos de los pobres de este mundo.
Sin duda, la instalación en la lucha de los pobres, como lugar originante de la praxis y de la teoría cristianas; traerá muchos bienes a una y a otra, como está siendo confirmado en América Latina; traerá muchos bienes a la Iglesia. Pero la teología y los teólogos lo deben hacer para servir y no para ser servidos, para salvar al pobre y no para salvar a la teología. No se trata, pues, de una nueva utilización y explotación de los pobres, con vertidos ahora en recurso metodológico de potenciación de la teología o de la pastoral; ni tampoco se trata de un acto conmiserante de mala conciencia, sino de la necesidad de ser salvados para poder realizar cristianamente lo que toca hacer en la historia de la salvación. Se trata de un vaciamiento de si mismo, no sólo por parte de la teología y de los teólogos, de una estricta exteriorización que los saque de si mismos y de su asimilación a grupos intelectuales, ante los que se quiere quedar bien mundanamente; sino también por el resto de los estamentos de la Iglesia.
De ahí que la práctica teológica fundamental de los teólogos de la libe- ración, en cuanto se han puesto al servicio de la causa de los pobres, no busque última ni directamente aclarar misterios para hacerlos creíbles a los sabios de este mundo, ni siquiera busca primariamente dar razón de la esperanza o de la fe de los cristianos, sino que intenta’ ante todo ’ayudar’ al pueblo empobrecido en su práctica activa y pasiva de salvación. Esto significa que el horizonte de la labor teológica y de la praxis pastoril es siempre esa salvación liberadora, y lo es de forma operativa, aunque res- petada la especificidad y los límites de la fe y de la labor teológica. Incluso los temas tratados – y no sólo el horizonte que los enmarca y según el cual se orientan – son preferentemente los que dicen r’elación más urgente e importante a esa salvación liberadora de los empobrecidos, que luchan – o en orden a que luchen – para ser en alguna medida sujetos de su propia historia y los auténticos salvadores y santificadores de la misma. Por intentar lograr este servicio, no sólo muchos cristianos comprometidos, sino también pastores y teólogos son perseguidos por los poderosos de este mundo y por sus aliados, incluso dentro de la propia Iglesia. Es doloroso a veces, pero profundamente significativo y denunciador, que sean perseguidos los cristianos tanto por autoridades civiles como por autoridades eclesiásticas, cuando esas autoridades civiles son reconocidas como responsables últimas de fa opresión y de la represión del pueblo. Esta persecución tanto civil como religiosa, esta acusación frecuente de heterodoxia teológica y de heterodoxia política es singularmente significativa tanto por la razón de las mismas como por la unidad de los responsables, pero su análisis detallado nos llevaría demasiado lejos. A la acusación de que los que trabajan en favor de las luchas de los pobres en América Latina desde el campo de la Iglesia están marxistizados, habría que responder por lo pronto que quienes les acusan de eso están aliados tantas veces con el capitalismo represor. Pero no es éste nuestro tema.
Este carácter absoluto de los pobres tiene una vertiente que conviene subrayar por su interés teórico y práctico. Es la vertiente de la relación del pueblo con las vanguardias tanto eclesiásticas como políticas. Es, pues, una afirmación que tiene carácter teológico y carácter político.
No queremos negar la necesidad instrumental de las vanguardias y/o de las jerarquías, Pero la perspectiva cristiana del carácter primario y absoluto de los pobres exige la negación del carácter absoluto y primario de las mismas, tanto de las políticas como de las eclesiásticas. Las vanguardias han de ser del pueblo, con el pueblo y para el pueblo y no el pueblo para las vanguardias. El profundísimo pensamiento de Jesús de que no está hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre, debe ser retomado respecto de cualquier institución que quiera asumir el significado absolutizante del sábado judío y debe ser retomado también poniendo en lugar del hombre genérico a esos hombres predilectos de Dios que son los pobres con espíritu y aun simplemente los pobres, que han sido despojados de todo en el camino de Jericó. Desde este principio y a esta luz hay que denunciar lo fácilmente que son sustituidos los hombres de a pie por sus vanguardias o jerarquías y o fácilmente que éstas se sustantivizan y se constituyen en valor supremo que ha de salvarse por encima de cualquier otro valor. En la Iglesia se ha propendido con demasiada frecuencia a sobre valorar el puesto de la jerarquía frente al puesto que en ella debe ocupar el verdadero pueblo de Dios; en el campo político igualmente se sobre valora el puesto de la clase política, del dirigente, del representante. En ambos casos y por distintas razones se pierde la voz de Dios y se pierden los intereses del pueblo; se pierde la capacidad de salvación y de liberación que hay en quienes por llevar sobre sus hombros el peso y la cruz de la historia tienen los títulos reales para convertirse en principio efectivo de salvación. Tanto las jerarquías eclesiásticas como las vanguardias políticas están prontas a decir que son servidoras del pueblo, pero la realidad es muy distinta. No toman en serio que son los pobres con espíritu los que salvan y liberan, incluso a los mediadores de su propia salvación y a los conductores delegados de su práctica. Son lugar de conversión personal, de justificación- – hacer justicia y ser justificados –, de liberación como fruto de la justicia y de verificación, que pruebe, después de hacer la verdad, dónde se está realizando eficazmente esa verdad. No queremos con esto dejar reducida la legitimación de las vanguardias a una fundamentación puramente sociológica, aunque la fundamentación sociológica puede abrir a horizontes trans-sociológicos. Lo que queremos es subrayar el carácter más absoluto de los pobres, más absoluto que cualquier otra presunta dignidad o primacía. El punto encierra graves consecuencias teóricas y prácticas, pero de momento basta con recalcar el principio, que surge como consecuencia obvia del especial lugar teológico que constituyen los pobres, tanto en la historia de la Iglesia como en la historia de la Sociedad.
Los pobres lugar teológico "y" lugar político en América Latina
Lo que hasta aquí se lleva dicho no es sino la elevación a concepto de algo que es experiencia real en América L-atina. Pero esta experiencia de los pobres como lugar privilegiado no se reduce a la que puedan tener de lugar teológico; lo tienen también como lugar político. En muchos países de América Latina, y especialmente en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, los pobres están siendo lugar privilegiado de la presencia revelante y de la acción transformante de Dios, pero lo están siendo también de lucha revolucionaria contra las estructuras y los grupos de poder injusto y en la reconstrucción de una nueva sociedad. Desde este último punto de vista, no ajeno al anteriormente expuesto, puede decirse que los pobres son también lugar político, lugar óptimo de revolución.
Sobre este punto puede construirse una teoría social, pero no es eso lo que aquí interesa. Lo que interesa es constatar el hecho de que están siendo los pobres, los desposeídos, quienes de forma excepcional están contribuyendo al cambio de las estructuras sociales. Lo que no pudieron hacer durante decenios otros grupos sociales y otros partidos, que querían ponerse en lugar del pueblo y al frente de él, lo están consiguiendo en estos últimos años las fuerzas estrictamente populares. Si esta lucha ha de caracterizarse en estas situaciones concretas como lucha de clases, es algo que puede dejarse sin discutir en este momento, entre otras razones, por- que la lucha no se ha dado en virtud de consideraciones teórico-dogmáticas, sino en virtud del fracaso de otras formas de resistencia y como res- puesta efectiva a una violencia estructural y represiva, que ha obligado a las clases populares a tomar la iniciativa. Los pobres – que abarcan mucho más que lo que pudiera estimarse como la clase estrictamente proletaria – se están convirtiendo, de hecho, en lugar político de revolución y se apuesta por ellos como fuerza indispensable para el derrocamiento y la reestructuración del sistema dominante.
Ante este hecho, al que han contribuido en buena medida los cristianos en tanto que cristianos, suele hablarse de horizontalización y politización de la fe cristiana y también, en el otro extremo, de teologización y clericalización de las revoluciones. Nada más lejos de la verdad, al menos en principio. Es cierto que la teología y la pastoral de la liberación han buscado historizar la fe cristiana tratando de que ella sea operativa en los procesos históricos y de que sea asumida por hombres y mujeres, que desde su pobreza y opresión luchan, no para ser ricos, sino para ser libres y para que haya justicia para todos; es cierto también que la teología y la pastoral de la liberación han buscado que los movimientos revolucionarios sean impulsados y sean orientados por valores cristianos. Pero de este hecho comprobable y en su conjunto altamente positivo no se sigue que sean verdaderas las acusaciones de politización y clericalización. Fenómenos de politización de la fe y de clericalización de la política se han dado y se siguen dando con frecuencia en nuestro mundo; se está dando de manera sobrecogedoramente efectiva a través del Islam y de los países islámicos, fenómeno de primera importancia en el mundo de hoy. Pero lo que hace más novedoso el punto en nuestra situación de América Latina es que la conjunción de fe e historia, de creencia y de acción política, está planteada desde y para los pobres, desde quienes y para quienes han sido inmemorialmente olvidados y sojuzgados. El fenómeno tiene precedentes en la historia, pero el modo en que hoy se presenta en algunos países, hace de él un fenómeno nuevo que debe ser analizado cuidadosamente, pues en él se está dando una renovación de los pueblos y una profunda reconversión de la Iglesia. En buscar la unidad diferenciada y mutuamente potenciadora de los pobres como lugar político y lugar teológico está uno de los temas capitales de la reflexión y del quehacer de muestro tiempo.
Así lo han entendido los cristianos de América Latina y así lo están empezando a entender y sentir los revolucionarios de América Latina. Y es que esa unidad se da realmente, aunque el horizonte y el propósito puedan ser distintos por parte de unos y de otros. Por lo que toca a los cristianos, en un horizonte último de reconciliación y de esperanza aun dentro del proceso histórico, los pobres como lugar teológico y político nos sitúan en actitud conflictiva y dialéctica, aunque mediata y posterior, ante el poder opresivo y represivo, que responde con la persecución, en definitiva y de hecho, por causa de los pobres, entendida como causa del Reino, y por causa del Reino, entendida como causa de los pobres.
Desde los pobres, tal como se da entre nosotros el fenómeno de la pobreza, el conflicto y la lucha son inevitables. Es cierto que la comunión y la reconciliación son metas del propósito cristiano y es cierto que el espíritu de reconciliación y comunión debe animar todo tipo de lucha y de conflicto. Pero, como se decía usualmente, no se puede ir a la comunión sin pasar por la penitencia, y es que no se pueden propiciar modos de comunión que sean como una capa encubridora de un conflicto, en el que se sigue dando bula de explotación y de represión a los poderosos de este mundo. Sin embargo, es importante subrayar que no se entra en la lucha por odio a nadie ni directamente en contra de nadie; se entra más bien por amor a los oprimidos y en favor de ellos, aunque, eso si, arrostrando todas las consecuencias que puedan venir de ese amor y de esa opción partidista, de esa opción preferencial. Aquí también el misereor super turbas, la compasión por esa multitud de desposeídos y oprimidos, es punto de arranque para una acción que no se queda en la compasión o en la llamada a la conversión, sino que lleva a acciones efectivas. Pero la efectividad no reniega de su principio ni de su espíritu. Lo cual no es fácil para el revolucionario, pero es esencial tanto para el cristiano que participa en la revolución como para la revolución misma, que quedaría truncada, si de un modo o de otro no quedase embebida por los valores cristianos de esos pobres con espíritu, que están presentes en ella.
Y es que desde el Reino de Dios y desde la fe en Jesús como Hijo con- sustancial del Padre que está en los cielos no puede perderse nunca ni la primacía del amor como principio de libertad y de unidad, ni el horizonte de la reconciliación y de la esperanza, incluso en el fragor de la lucha revolucionaria, aun en aquellos casos en que se entienda y se practique como lucha de clases. La pura negación dialéctica del mal presente no lleva sin más ni en el fondo ni en la forma a la afirmación deseada, por más que esa negación sea ineludible y dolorosa. No puede olvidarse que la lucha no es de dioses contra demonios, sino de dioses y de demonios encarnados en hombres históricos y en grupos sociales; lo cual si, por un lado, lleva a una lucha y a unas formas de lucha que van más allá de lo inmanente y de lo histórico; por otro, lleva a una lucha y a unas formas de lucha que tienen que ver efectivamente con lo histórico y lo inmanente. Por eso la historización de la salvación exige las mediaciones político-sociales, mientras que su trascendencia exige desabsolutizarlas en relación al hombre mismo, que es más grande que el sábado, pero sobre todo en relación con el Reino de Dios, que se hace presente entre los hombres. De ahí una cierta distancia y una cierta reserva, que impide identificaciones prematuras.
Pero la no-identificación no equivale a división. De ahí que la represión por causa de la lucha en favor de los pobres no pueda separarse sin más de lo que es estrictamente persecución por causa del Reino de Dios. A los poderosos no les duele la condena, hecha en nombre de Dios, si esa condena no pone en peligro su dominación; sólo cuando esa condena se convierte en acción liberadora eficaz, se levantan contra ella y desatan toda suerte de persecución contra quienes luchan eficazmente en favor de la justicia. Veíamos que la pobreza tiene, entre otras, una dimensión política; de ahí que no deba extrañarnos esa persecución de los pobres, que desde el cristianismo quieren vivir la pobreza en su integridad. La terrible represión del pueblo en América y la cada vez más aguda persecución de los cristianos muestra hasta qué punto los pobres son "lugar teológico", pero lugar teológico estrictamente cristiano. Así lo anunció Jesús y así se está cumpliendo.
(Ponencia del día 26/09/1981)
Fonte: Centro Evangelio y Liberación. Revista Éxodo.
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