A guerra e paz no século XX

Autor: Eric Hobsbawn
El siglo XX fue el más sanguinario del que la historia tenga registro. El número total de muertes causadas por o asociadas a sus guerras se estima en 187 millones, el equivalente a más de 10 por ciento de la población mundial en 1913. Si situamos su inicio en 1914, fue un siglo de guerra casi ininterrumpida, y hubo pocos y breves periodos en los que no hubiera algún conflicto armado organizado en alguna parte.

Estuvo dominado por guerras mundiales; es decir, por guerras entre estados territoriales o entre alianzas de estados. El periodo transcurrido de 1914 a 1945 puede considerarse como “una sola guerra de treinta años”, interrumpida únicamente por la pausa de los años 20 -entre la retirada final de los japoneses del lejano Oriente soviético en 1922 y el ataque a Manchuria en 1931.

A este periodo le siguieron, casi inmediatamente, unos 40 años de guerra fría, que se apegan a la definición que Hobbes hace de la guerra: “No sólo batallas o acciones de lucha, sino un trecho temporal en el que el deseo de contender en batalla es lo suficientemente conocido”.

Es motivo de debate dilucidar si las acciones en que se han involucrado las fuerzas armadas estadunidenses desde el final de la guerra fría, en varias partes del globo, constituyen una continuación de la era de guerra mundial. Sin embargo, no hay duda de que los años 90 estuvieron plenos de conflictos militares, formales e informales, en Europa, Africa, Occidente y centro de Asia. El mundo, en su totalidad, no ha tenido paz desde 1914, y no hay paz ahora.

No obstante, el siglo no puede ser tratado como un solo bloque, ni cronológica ni geográficamente. Cronológicamente se ajusta a tres periodos: la era de la guerra mundial centrada en Alemania (de 1914 a 1945), la de confrontación entre dos superpotencias (de 1945 a 1989) y la que siguió al término del sistema clásico de poderes internacionales. Llamaré a estos tres periodos Uno, Dos y Tres. Geográficamente, el impacto de las operaciones militares ha sido muy desigual. A excepción de la Guerra del Chaco (1932-1935), durante el siglo XX, no hubo en el hemisferio occidental (o continente americano) guerras significativas entre estados (caso aparte son las guerras civiles). Casi no ha habido operaciones militares entre enemigos que hayan tocado estos territorios, de ahí el azoro ante los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono, el 11 de septiembre.

A partir de 1945 las guerras entre estados han desaparecido de Europa, región que hasta entonces fue el campo de batalla más importante. Aunque en el periodo Tres la guerra retornó al sureste europeo, parece poco probable que haya alguna recurrencia en el resto del continente. Por otra parte, durante el periodo Dos, las guerras entre estados, no necesariamente desconectadas de la confrontación global, fueron endémicas en Medio Oriente y en el sur de Asia. En Corea e Indochina (al oriente y en el sureste asiático) ocurrieron guerras importantes, surgidas directamente de la confrontación global.

Al mismo tiempo, áreas como la Africa subsahariana, que habían permanecido poco afectadas por la guerra del periodo Uno (a excepción de Etiopía, sujeta a una conquista colonial por parte de Italia en 1935-1936), comenzaron a ser escenarios de conflicto durante el periodo Dos y atestiguaron escenas de tremenda carnicería y sufrimiento en el periodo Tres.

Hay otras dos características de la guerra en el siglo XX que resaltan. La primera es menos obvia que la segunda. Al inicio del siglo XXI nos encontramos en un mundo en el que las operaciones armadas ya no están esencialmente en manos de los gobiernos o sus agentes autorizados, y en el que las partes contendientes no guardan características, status u objetivos comunes, excepto la voluntad de ejercer la violencia. Las guerras entre estados dominaron tanto la imagen de la guerra en los periodos Uno y Dos, que las guerras civiles u otros conflictos armados al interior de los territorios de estados o imperios existentes quedaron algo oscurecidos. Incluso las guerras civiles acaecidas en los territorios del imperio ruso, después de la revolución de octubre y aquellas ocurridas tras el colapso del imperio chino, podrían ajustarse al marco de los conflictos internacionales, en tanto fueron inseparables de éstos.

Por otra parte, América Latina puede no haber visto ejércitos cruzar las fronteras nacionales durante el siglo XX, pero ha sido el escenario de importantes conflictos civiles: en México, en 1911; por ejemplo, en Colombia desde 1948, y en varios países centroamericanos durante el periodo Dos. No es ampliamente aceptada la idea de que el número de guerras internacionales disminuyó con razonable fluidez desde mediados de los años 60, cuando los conflictos internos comenzaron a ser más comunes que las luchas entre estados. El número de conflictos ocurridos al interior de las fronteras de los estados continuó aumentando, hasta estabilizarse en los años 90.

Nos es más familiar el hecho de que la distinción entre combatientes y no combatientes se ha erosionado. Las dos guerras mundiales de la primera mitad del siglo implicaban a toda la población de los países beligerantes; combatientes y no combatientes sufrían por igual. En el curso del siglo, sin embargo, la carga de la guerra se desplazó de las fuerzas armadas a los civiles, quienes no sólo son víctimas, sino el objetivo de las operaciones militares o político- militares.

Es dramático el contraste entre la Primera Guerra Mundial y la Segunda. Sólo 5 por ciento de quienes murieron en la primera eran civiles. En la segunda la cifra aumentó a 66 por ciento. Hoy, se supone que entre 80 y 90 por ciento de los afectados son civiles. La proporción ha aumentado desde el final de la guerra fría, ya que la mayor parte de las operaciones militares, desde entonces, es efectuada no por ejércitos conscriptos, sino por cuerpos bastante reducidos de tropas regulares o irregulares que en muchos casos hacen uso de armas muy sofisticadas y cuentan con protección que reduce los riesgos de tener bajas. Si bien es cierto que el armamento de alta tecnología hace posible, en algunos casos, restablecer la diferenciación entre lo que constituye un objetivo militar y uno civil, y como tal entre combatientes y no combatientes, no hay razones para dudar que las principales víctimas de la guerra continúan siendo civiles.

Es más, el sufrimiento de los civiles no guarda proporción alguna con la escala o intensidad de las operaciones militares. En términos estrictamente militares, la guerra entre India y Pakistán -que duró dos semanas-, en torno a la independencia de Bangladesh, fue un asunto “modesto”, pero produjo 10 millones de refugiados en 1971. La lucha entre unidades armadas en el Africa de los años 90 contó, a lo sumo, con unos cuantos miles de combatientes mal armados; sin embargo, produjo en su clímax casi 7 millones de refugiados -cifra mucho mayor que en cualquier lugar durante la guerra fría, cuando el continente fue el escenario de guerras sustitutas entre las superpotencias.

Este fenómeno no se encuentra confinado a las áreas pobres o remotas. En algunos aspectos, el efecto de la guerra sobre la vida civil se ve magnificado por la globalización, que hace depender al mundo de un flujo ininterrumpido de comunicaciones, servicios técnicos, entregas y abasto. Incluso una breve interrupción de este flujo -por ejemplo, pocos días después del 11 de septiembre- puede tener efectos considerables, quizá duraderos, sobre la economía global.

Sería más fácil escribir del asunto de la guerra y la paz en el siglo XX si la diferencia entre ambas fuera tan tajante como se suponía a principios de ese siglo, en los días en los que las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 codificaron las reglas de la guerra. Entonces se suponía que los conflictos ocurrían entre estados soberanos. O, si sucedían en el territorio de un Estado particular, los escenificaban partidos lo suficientemente organizados como para que otros Estados soberanos les reconocieran su status beligerante. Se suponía que podíamos distinguir tajantemente la guerra de la paz: por la declaración de guerra o por un tratado de paz. Se suponía que las operaciones militares distinguían con claridad quiénes eran combatientes -identificados por los uniformes que llevaban o por otras señales de pertenencia a una fuerza armada organizada- y quiénes civiles no combatientes. Era de esperarse que, en lo posible, en tiempos de guerra se brindara protección a estos civiles no combatientes. Siempre se entendió que estas convenciones no cubrían todos los conflictos internacionales o civiles. Cabe resaltar que no aplicaban en los casos de la expansión imperial de los estados occidentales a regiones fuera de la jurisdicción de los estados soberanos reconocidos internacionalmente, pese a que algunos de estos conflictos (por supuesto, no todos) fueron conocidos como “guerras”. Tampoco eran aplicables en los casos de vastas rebeliones contra los estados establecidos, como el denominado motín de la India, ni en las recurrentes acciones armadas que acaecían en regiones situadas más allá del control efectivo de los estados o de las autoridades imperiales que nominalmente las gobernaban. Tal es el caso de los ataques y disputas entre clanes en las montañas de Afganistán y Marruecos. No obstante, la convenciones de La Haya continuaron sirviendo a modo de líneas generales en la Primera Guerra Mundial. En el curso del siglo XX esta claridad dio paso a la confusión.

Primero, la línea entre los conflictos interestatales y aquellos ocurridos al interior de los estados -es decir, entre guerras internacionales y civiles- se tornó borrosa, porque el siglo XX no sólo se caracterizó por sus guerras, sino por revoluciones y por el desmembramiento de los imperios. Las revoluciones o las luchas de liberación al interior de un Estado tuvieron implicaciones para la situación internacional, particularmente durante la guerra fría. En sentido opuesto, después de la revolución rusa se hizo común que algunos estados intervinieran (como acto de reprobación) en los asuntos internos de otros estados, por lo menos en los casos en los que parecían no correr demasiados riesgos. Así sigue siendo hoy.

Segundo, la clara distinción entre guerra y paz se oscureció. Excepto en una que otra parte, la Segunda Guerra Mundial no empezó con una declaración de guerra ni finalizó con tratados de paz. A esto siguió un periodo tan difícil de clasificar como guerra o paz en el viejo sentido, que tuvo que inventarse el neologismo guerra fría para describirlo. La absoluta oscuridad de las posturas a partir de la guerra fría puede ilustrarse con el estado actual de las relaciones en Medio Oriente. Ni “guerra” ni “paz” describen con exactitud la situación de Irak, desde la terminación formal de la guerra del Golfo -el país continúa siendo bombardeado casi a diario por potencias extranjeras. Estos términos tampoco definen las relaciones entre los palestinos y los israelíes o aquellas de Israel con sus vecinos: Líbano y Siria. Todo esto es el legado de infortunio que produjeron las guerras mundiales del siglo XX, pero también la maquinaria propagandística de masas que adquiere más y más poder, y el periodo de confrontación entre ideologías incompatibles y apasionadas que introdujeron en la guerra el elemento de la cruzada, comparable a lo visto en los conflictos religiosos del pasado. Estos conflictos, a diferencia de las guerras tradicionales entre las potencias del sistema internacional, se emprendieron en pos de fines no negociables, tales como “la rendición incondicional”. Definir la guerra y la victoria como totales llevó a un rechazo de cualquier limitación de la capacidad bélica que pudieran imponer las convenciones aceptadas para las contiendas en los siglos XVIII y XIX -incluida la declaración formal de hostilidades. Los vencedores tampoco aceptaron que se limitara su potestad de imponer su voluntad. La experiencia les había enseñado que los acuerdos de paz suelen romperse.

En años pasados se complicó todavía más la situación, debido a la tendencia a usar el término “guerra” en la retórica pública para referirse a cualquier despliegue de una fuerza organizada en contra de variadas actividades nacionales e internacionales consideradas antisociales -“la guerra contra la mafia”, por ejemplo, o “la guerra contra los cárteles de la droga”. La lucha por controlar e incluso eliminar tales redes u organizaciones -incluidos los terroristas en pequeña escala- no es sólo algo diferente de las grandes operaciones militares: se confunden también las acciones de dos tipos de fuerza armada. Una -llamémosle “soldados”- se dirige contra otras fuerzas armadas, con el propósito de derrotarlas. La otra -llamémosle “policía”- se centra en mantener o establecer los grados requeridos de legalidad u orden público al interior de una entidad política existente, por lo común un Estado. El fin de la primera fuerza es la victoria, algo que no necesariamente entraña connotaciones morales. La segunda fuerza tiene el objetivo de entregar ante la justicia a los transgresores de la ley, lo cual sí tiene una connotación moral. Sin embargo, es más fácil establecer dicha distinción en la teoría que en la práctica. El homicidio perpetrado por un soldado en combate no constituye, en sí mismo, un quebrantamiento de la ley. Pero, ¿qué pasa si un miembro del ERI se considera parte de una fuerza beligerante, aunque la ley del Reino Unido lo considere un asesino? ¿Fueron las operaciones en Irlanda del Norte una guerra, como sostiene el ERI, o un intento por mantener el orden del gobierno en una provincia del Reino Unido, ante la amenaza de los transgresores? Dado que no sólo se lanzó durante 30 años o más una formidable fuerza policiaca, sino que se movilizó contra el ERI a todo un ejército nacional, debemos concluir que sí fue una guerra, pero administrada sistemáticamente, como si fuera una operación policiaca, de tal suerte que se minimizaron las bajas y la disrrupción de la vida en la provincia. Al final hubo un acuerdo negociado; uno que, como es costumbre, no ha logrado traer paz, sino a lo sumo una ausencia prolongada de enfrentamientos. Tales son las complejidades y confusiones de la relación entre la guerra y la paz al inicio del nuevo siglo. Las operaciones militares (y otras) en las que Estados Unidos y sus aliados se hallan involucrados, ilustran muy bien el punto.

Hoy, al igual que en todo el siglo XX, hay una total ausencia de alguna autoridad global efectiva que sea capaz de controlar o resolver disputas armadas. La globalización ha avanzado en casi todos los aspectos -en lo económico, tecnológico, cultural e incluso lingüístico-, excepto en uno: política y militarmente. Los estados territoriales continúan siendo las únicas autoridades efectivas. Oficialmente existen unos 400 estados, pero en la práctica sólo un puñado cuenta, y Estados Unidos es apabullantemente el más poderoso. Sin embargo, ningún Estado o imperio ha sido lo suficientemente vasto, rico o poderoso como para mantener su hegemonía sobre el mundo político, no digamos establecer una supremacía política y militar sobre el planeta. El mundo es enorme, complejo y plural. No hay probabilidad de que Estados Unidos o alguna otra potencia uniestatal concebible pueda establecer un control duradero, aunque así lo deseara.

Una superpotencia única no puede compensar la ausencia de autoridades globales, sobre todo porque faltan convenciones -relativas al desarme internacional, por ejemplo, o al control armamentista- lo suficientemente fuertes como para que los principales estados las acepten voluntariamente y se comprometan con ellas. Existen algunas autoridades, notablemente Naciones Unidas, varios organismos técnicos y financieros como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio, así como algunos tribunales internacionales. Pero ninguna tiene otro poder efectivo que el que les confieren los acuerdos entre los estados, o el apoyo de estados poderosos, o la voluntad particular de los gobiernos. Por desgracia, no parece avizorarse cambio alguno en el futuro próximo.

Siendo que sólo los estados ejercen un poder real, existe el riesgo de que tales instituciones internacionales se tornen ineficaces o carezcan de legitimidad universal al intentar lidiar con ofensas tales como los “crímenes de guerra”. Pese a que las cortes internacionales se establecen por acuerdo general (por ejemplo la Corte Internacional, establecida el 17 de julio de 1998 por el Estatuto de Roma de Naciones Unidas), sus fallos no necesariamente son aceptados como legítimos o vinculantes, debido a que los estados poderosos están en posición de desacatarlos. Un consorcio de estados poderosos podría tener la fuerza suficiente como para traer a juicio a transgresores provenientes de estados más débiles, y con esto quizá limitar la crueldad de los conflictos armados en ciertas áreas. Sin embargo, esto ejemplifica el ejercicio tradicional del poder y las influencias al interior del sistema internacional, no el ejercicio de una ley internacional.

No obstante, existe una diferencia fundamental entre los siglos XIX y XX. Ya no funciona la idea de que la guerra ocurre en un mundo dividido en áreas territoriales que están bajo la autoridad y competencia de gobiernos que poseen el monopolio de los medios para ejercer un poder y una coerción de orden público. Nunca fue aplicable en los países que atravesaban una revolución, ni en los fragmentos de un imperio desintegrado, pero hasta hace poco la mayoría de los regímenes poscoloniales o revolucionarios -China fue la excepción, entre 1911 y 1949- emergieron con suficiente rapidez como estados o regímenes más o menos organizados y en funcionamiento.

Durante los pasados 30 años, sin embargo, el Estado territorial ha perdido -por diferentes razones- su tradicional monopolio de fuerza armada, mucha de su anterior estabilidad y poder, y cada vez más el fundamental sentido de legitimidad, o por lo menos de permanencia aceptada, que permite a los gobiernos imponerle a ciudadanos dispuestos cargas tributarias y conscripción. Hoy cualquier organismo privado tiene a su disposición el equipo material para emprender hostilidades, al igual que los medios para financiar una guerra particular. Es así que ha cambiado el balance entre el Estado y las organizaciones particulares.

Los conflictos armados al interior de los estados se han vuelto más serios y pueden continuar por décadas sin prospecto alguno de victoria o arreglo: Cachemira, Angola, Sri Lanka, Chechenia y Colombia. En casos extremos, como ocurre en algunas regiones de Africa, prácticamente ha dejado de existir el Estado. O puede, como en el caso de Colombia, ya no ejercer su poder en partes de su territorio. Incluso en estados fuertes y estables ha sido difícil eliminar a los pequeños grupos armados no oficiales, tales como el ERI en Gran Bretaña o ETA en España. Lo novedoso de la situación está en el hecho de que el más poderoso Estado sobre la Tierra, habiendo sufrido un ataque terrorista, se siente obligado a lanzar una operación formal contra una pequeña organización o red internacional que carece de territorio y de un ejército reconocible.

¿Cómo afectan estos cambios el balance entre la guerra y la paz en el siglo que comienza? Preferiría no hacer predicciones en torno a guerras que tienen probabilidad de ocurrir, ni acerca de sus posibles resultados. Sin embargo, tanto la estructura del conflicto armado como los métodos para llegar a algún arreglo han cambiado profundamente, por la transformación del sistema mundial de estados soberanos. La disolución de la Unión Soviética significa que el sistema de superpotencias -que gobernó las relaciones internacionales por casi dos siglos y, con contadas excepciones, ejerció algún control sobre los conflictos entre estados- ya no existe. Su desaparición removió la restricción principal que tenían las hostilidades interestatales y la intervención de los estados en los asuntos internos ajenos. Durante la guerra fría, casi ninguna fuerza armada cruzó fronteras territoriales extranjeras. Ya entonces el sistema internacional era potencialmente inestable, debido, en gran medida, a la multiplicación de estados pequeños, en ocasiones bastante débiles, que no obstante eran miembros “soberanos” de Naciones Unidas. Llanamente, la desintegración de la Unión Soviética y de los regímenes comunistas de Europa incrementaron esta inestabilidad. Las tendencias separatistas de variada fuerza en supuestas naciones-Estado, como Gran Bretaña, España, Bélgica e Italia, bien podrían incrementar la inestabilidad. Bajo estas circunstancias, no es sorpresa que a partir del fin de la guerra fría haya aumentado el número de guerras transfronterizas y las intervenciones armadas.

¿Qué mecanismos existen para controlar estos conflictos o llegar a arreglos? Los datos registrados no son promisorios. Ninguno de los conflictos armados de los años 90 terminó con un arreglo estable. Que las instituciones, los supuestos y la retórica de la guerra fría hayan logrado sobrevivir, ha mantenido vivas las viejas suspicacias, lo que exacerba la desintegración poscomunista del sureste de Europa y torna más difícil arribar a soluciones duraderas en la región alguna vez conocida como Yugoslavia.

Estos supuestos de la guerra fría, tanto ideológicos como de política del poder, tendrán que ser abandonados si hemos de desarrollar algunas formas de controlar los conflictos armados. Es también evidente que Estados Unidos ha fracasado e inevitablemente fracasará en su intento por imponer un nuevo orden mundial (del tipo que sea) mediante la fuerza unilateral. No importa que en el presente haya tantas relaciones de poder alineadas en su favor, como tampoco importa que tenga el respaldo de una alianza (inevitablemente cortoplacista).

El sistema internacional permanecerá multilateral y su regulación dependerá de la capacidad de varias unidades importantes para llegar a acuerdos, pese a que una goce de predominancia militar. Ya quedó claro que el alcance de las acciones militares emprendidas por Estados Unidos depende del acuerdo negociado con otros estados. También es claro que el arreglo político de las guerras, incluso de aquellas en las que está involucrado Estados Unidos, no podrá derivar de la imposición unilateral, sino de la negociación. En el futuro próximo no parece que haya un retorno hacia la era en la que las guerras terminaban con la rendición incondicional del enemigo.

Debemos repensar el papel de los organismos internacionales, particularmente el de Naciones Unidas. Siempre presente, y llamándosele con frecuencia, no tiene un papel definido en la resolución de las disputas. Su estrategia y su operación están siempre a merced de los cambiantes poderes políticos. La ausencia de un intermediario internacional genuinamente neutral, que fuera capaz de emprender acciones sin la previa autorización del Consejo de Seguridad, es el hueco más evidente en el sistema de manejo de disputas.

Desde el final de la guerra fría la administración de la guerra y la paz es algo que se improvisa. En los Balcanes, los conflictos armados se frenaron por la intervención armada del exterior, y al término de las hostilidades el sistema estatuido pudo mantenerse gracias a los ejércitos de terceras partes. Esta suerte de intervención de largo plazo la han aplicado por años algunos estados fuertes en sus esferas de influencia (Siria y Líbano, por ejemplo). Sin embargo, como forma de acción colectiva sólo la han utilizado Estados Unidos y sus aliados (algunas veces con el auspicio de Naciones Unidas, otras no). Hasta ahora, los resultados son insatisfactorios para todas las partes. Compromete a quienes intervienen a mantener tropas indefinidamente, a un costo desproporcionado, en áreas sobre las cuáles no tienen particular interés y de las que no deriva beneficio alguno. Los hace dependientes de la pasividad de la población ocupada, la cual no puede garantizarse -y si surge una resistencia armada, los pequeños grupos de “pacificadores” tienen que ser remplazados por fuerzas más numerosas. Los países pobres y débiles pueden resentir la ocupación como recordatorio de los días de las colonias y los protectorados, especialmente cuando buena parte de la economía local se torna parasitaria de las necesidades de las fuerzas de ocupación. No queda nada claro que de tales intervenciones pueda surgir en el futuro un modelo general para controlar conflictos.

En el siglo XXI, el balance entre la guerra y la paz dependerá no de diseñar mecanismos más efectivos de negociación y manejo de conflictos, sino de la estabilidad interna y de la renuencia a incurrir en acciones militares. Con pocas excepciones, no parece probable que las rivalidades y fricciones entre estados -que condujeron en el pasado a conflictos armados- sigan el mismo camino. Comparativamente, hoy existen menos disputas candentes entre los gobiernos en torno a sus fronteras internacionales. Por otro lado, los conflictos internos se tornan violentos fácilmente: el peligro de convertirse en una guerra deviene de la intervención externa de algún otro Estado o de otros actores militares.

Aquellos estados con economías estables y florecientes, con una distribución relativamente equitativa de sus bienes entre los habitantes, tienen menos probabilidad de ser endebles -social y políticamente- que aquellos países pobres, inequitativos y económicamente inestables. Un incremento dramático en la desigualdad económica y social en un país o entre naciones reduce las posibilidades de alcanzar la paz. Poner límites a la violencia armada interna o renunciar a ella depende cada vez más, en lo inmediato, del poder y el desempeño eficaz de los gobiernos nacionales y de su legitimidad a los ojos de la mayoría de sus habitantes. Ningún gobierno actual puede dar por hecho la existencia de una población civil desarmada o el grado de orden público que priva hace mucho en grandes partes de Europa. Ningún gobierno actual está en posición de menospreciar o eliminar a las minorías internas armadas. No obstante, el mundo se divide, cada vez más, en estados que son capaces de administrar sus territorios y sus ciudadanos eficazmente -incluso teniendo que encarar, como lo hizo el Reino Unido por décadas, las acciones armadas de un enemigo interno- y en un creciente número de territorios cercados por fronteras internacionales reconocidas oficialmente, que tienen gobiernos que van de la debilidad y la corrupción a la inexistencia. Estas zonas producen luchas intestinas sangrientas, así como conflictos internacionales como los que hemos visto en Africa central. No hay, sin embargo, prospecto alguno que nos haga suponer una mejoría duradera en tales regiones, pero un debilitamiento mayor del gobierno central de países inestables, o una balcanización agudizada del mapa mundial, sin duda aumentarán los riesgos de un conflicto armado.

Un pronóstico tentativo: la guerra en el siglo XXI será menos sanguinaria que en el XX. Pero la violencia armada, que produce pérdidas y sufrimientos desproporcionados, será omnipresente y endémica -ocasionalmente epidémica- en vastas zonas del mundo. El prospecto de un siglo de paz es remoto.

Traducción: Ramón Vera Herrera.

Notas

(1) Historiador y economista inglés. Autor de Historia del siglo XX, La era del capital y rebeldes primitivos. La primera versión de este trabajo apareció en el London Review of Books. Este texto se publica con la autorización del autor.

(2) Este es el caso, por definición, en el que algunos estados, a título individual, aceptan las leyes humanitarias internacionales y unilateralmente ejercen el derecho de aplicarlas, en sus tribunales nacionales, a ciudadanos de otros países -como hicieron las cortes españolas con el apoyo de la Cámara de los Lores británica, en el caso del general Pinochet.

Fonte: http://www.revistamissoes.org.br

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