Misión cristiana entre Iglesia y Reino

Autor: Isabelle Grallier
¿Cuál es la pertinencia de la misión cristiana en nuestro mundo pluralista, y cómo conciliar el mandato dado a los cristianos de ir a evangelizar a todas las naciones, con el deseo de la mayor parte, de entrar en un verdadero diálogo con las otras religiones? Agradezco a los organizadores por habernos comprometido en esta reflexión que toca cuestiones dificiles y esenciales. Y si nuestro tema hoy, puede parecer un poco menos sensible que los de los dos días precedentes, en la medida en la que se puede imaginar el Reino de Dios como un lugar de reunión y de conciliación, las cuestiones no dejan de ser menos candentes.

Este tema nos conduce, de alguna manera, a una recapitulación de los debates precedentes, pues la tensión entre Iglesia y Reino debe estar en el centro de toda reflexión sobre la misión. Todos ustedes conocen la ocùrrencia de Alfred Loisy: “Jesús ha anunciado el Reino y ha llegado la Iglesia”; más que una ocurrencia es una constatación y una interpelación permanente dirigida a la fe cristiana.

Ahí está precisamente el nudo de la misión cristiana, tendida entre el presente de las Iglesias y la utopía del Reino: anuncia un porvenir, un más allá — que sin embargo toca ya nuestras vidas — pero no tiene ningún contacto con esta otra realidad y lo que deja entrever está solo en lejana relación con lo que promete.

Iglesia y Reino

Me parece importante señalar, a la vez, el vínculo que une estrechamente estas dos realidades y las diferencias que distinguen radicalmente la una de la otra. El “y” que relaciona estos dos términos indica a la vez la relación y la diferencia.

La Iglesia debe ser siempre pensada en relación con el Reino y en la perspective del Reino. La predicación del Reino ha precedido a la creación de la Iglesia: en verdad, no se puede constituir muy rápidamente a Jesús como fundador de la Iglesia, pero tampoco hay que olvidar que el nacimiento de la Iglesia es la consecuencia de esta predicación. Sobre todo, el Reino constituye el horizonte hacia el cual se vuelve la Iglesia; la Iglesia entera ore la oración que Jesús le ha enseñado: “que lo Reino venga”, aguarda y espera este Reino que constituye su fin en los dos sentidos del término: su finalidad y su cumplimiento, su desaparición. “El sentido de la Iglesia no se encuentra en ella misma, ni en lo que ella es, sino en aquello hacia donde va”, afirma H. Küng j 1990, 69).

Pero, sobre todo, hace falta imaginar la Iglesia que no puede ser confundida con el Reino de Dios: la Iglesia no es sino una realidad provisoria, en la espera de esta otra realidad a la que está Ilamada a testimoniar. La Iglesia no tiene que anunciarse a sí misma, ella es solamente el dedo que designa el Reino. Y de este Reino no es propietaria, no lo puede crear por sí misma, ni es tampoco la depositaria exclusiva. Solo puede esperarlo como el fruto de la acción de Dios.

La Iglesia no es pues Iglesia fuera de esta tensión hacia el Reino que ella está encargada de señalar. Esa es la misión.

Iglesia y Iglesias

Me he referido hasta este momento a la Iglesia en singular, este objeto de fe que confesamos por ejemplo en el Símbolo de los Apóstoles: aun si debe ser radicalmente diferenciada del Reino de Dios. La distinción es más evidente, todavía cuando se evoca las Iglesias, en plural, esas realidades históricas contingentes y diversas que nos son dadas a ver, a hacer vivir diariamente y a soportar con sus mil defectos. En lo que segue, utilizaré más bien el plural para estar más en contacto con la realidad y recordar mejor esta distancia. Lo que no debe hacer olvidar que las Iglesias no tendrían sentido si no se inscribieran bajo el horizonte del Reino: las Iglesias no permanecen unidas a la Iglesia si no se comprenden, a pesar de todos sus límites, como un signo precursor de esta realidad que escapa al presente y sin embargo lo aclara. Esto exige que sepan resister a lo que es la tentación y la tendencia de toda institución: a Ilegar a ser su propio fin, su propria finalidad, olvidando lo que constituyen sus objetivos y sus fines.

Bajo el horizonte del Reino debemos, pues, comprender la misión de las Iglesias, bajo el horizonte de este Reino que sella el carácter provisorio y limitado de las Iglesias, y que las invita a una necesaria humildad. Concebir así la misión trae consecuencias. Voy a tratar de mostrarlo conjugando la relación entre Iglesias y Reino a través de los diferentes binomios que subrayan cada una de estas dimensiones complementarias: acontecimiento/institución, reunión/dispersión, ruptura/continuidad, espiritual/social, servicio/poder. En estos diversos binomios no hay un polo que designaría a las Iglesias mientras que el otro sería reservado para el Reino. Cada uno de los dos polos designa algo de las Iglesias y probablemente también algo del Reino; en la tensión entre los dos miembros del binomio se trata de pensar la realidad de la misión.

Acontecimiento/institución

“Hay Iglesias donde la palabra de Dios es correctamente anunciada y donde los sacramentos son correctamente administrados”: esta es la comprensión luterano-reformada de la Iglesia; es decir, que ella tiende a privilegiar la dimensión de acontecimiento de las Iglesias sobre su dimensión institutional (cf. Gounelle 1988, 67-74): La Iglesia existe solo si surge este acontecimiento siempre a recomenzar de la proclamación de la Palabra y de su escucha; la escucha, en el sentido más fuerte del término, que deja penetrar y obrar en profundidad el mensaje recibido.

Esto no impide que las Iglesias no puedan escapar a la dimensión institutional: desde que los hombres y las mujeres quieren inscriber una convicción o una acción de una cierta duración, la institución es necesaria. Tocamos ahí a la paradoja fundamental de las Iglesias: ellas son realidades institucionales — con lo que ello significa necesariamente de coaccionante, de grave y de rígido — que pretenden manejar la libertad del espíritu y la gratuidad del amor de Dios;1 y sin embargo, esta institucionalización de las Iglesias sin duda ha sido saludable para el mensaje bíblico, pues, sin ello, ¿las Iglesias habrían podido resistir a los desafíos de la historia? (cf. Duquoc 1985, 43).

En cuanto al Reino de Dios, preferimos situarlo más bien bajo el signo de la libertad y de la espontaneidad, bajo el signo del acontecimiento. De hecho, los textos bíblicos no nos dicen nada — o al menos no gran cosa — del Reino de Dios: hablan esencialmente de su proximidad y de su advenimiento, del acontecimiento de su venida. Quizás porque el resultado no importa tanto como el proceso, lo que más cuenta es el movimiento, el paso que conduce a él. Quizás el Reino estaría sobre todo en la búsqueda del Reino.

Privilegiar el acontecimiento

Vivir la misión bajo el signo del Reino podría ser, entonces, privilegiar el acontecimiento de la escucha de la palabra, privilegiar la apertura a lo inesperado, sin focalizar en la creación de instituciones eclesiales. Podría ser pensar la vida cristiana y la vida eclesial en general como un paso, un camino permanente lo hacia el Reino, un caminar en cuyo curso quizás el Reino pueda revelarse particu!armente próximo, surgiendo en el presente de nuestras existencias. Estamos llamados a desprendernos siempre de la comodidad de la instalación, aun sin saber verdaderamente hacia dónde caminamos.

Cierto que no se trata de oponer radicalmente los dos caminos. Vivimos una época rica de acontecimientos y sabemos bien que esta actitud no está exenta de riesgos: induce a dar prioridad a lo espectacúlar, confunde la ilusión de comunión con la koinonia ofrecida por Dios y, bajo pretexto de autenticidad, Ileva a desvalorizar la fidelidad a lo cotidiano y el compromiso durable. El acontecimiento es pensado frecuentemente como un momento efímero más o menos desprendido de lo real. No es este tipo de acontecimiento que se trata de privilegiar, sino la inscripción plena en un presente, en un “áhora” que colma el tiempo, la obra y a la vez la recapitula.

De ninguna manera se trata en esta perspectiva de descuidar o de des valorizar la institución que asegura la permanencia, que permite inscribir el mensaje cristiano en el tiempo. Pero tampoco es necesario valorizarla por sí misma: la institución solo tiene sentido si está al servicio del acontecimiento, al servicio de la palabra siempre a prodamar y a acoger de nuevo, al servicio del Reino que se acerca. En cierta manera, para las Iglesias se trata simplemente de vivir en la conciencia de esta paradoja que es constitutiva de su realidad: son instituciones, estructuras, reglamentos, y ellas aspiran a lo que no son. Son instituciones y no pueden propagar sino a la institución, no pueden dominar el acontecimiento de la fe, ni el acontecimiento del Reino que anhelan y que esperan.

La primera misión de las Igiesias es orar siempre para que venga el Reino de Dios y para que puedan ser en lo posible mejores instrumentos al servicio de este acontecimiento.

Espiritual / temporal

Situar la misión bajo el horizonte del Reino es, en cierta manera, no poder disociar lo espiritual y lo social, la evangelización y la diaconía. Pues se trata de buscar “primero el Reino de Dios y su justicia”. Y si la misión es anuncio del Reino que se acerca, no puede separar lo que manifiesta este Reino de lo que lo designa. “La misión comprende todas las actividades que sirven, en presencia de Dios que viene, a liberar a la persona de su esclavitud, de la miseria económica hasta la prueba del abandono de Dios. La evangelización es una misión, pero la misión no se reduce a la evangelización”, afirma J. Moltmann (1980, 24).

Ministerio diaconal

Me parece importante precisar bien los desafíos de la acción diaconal: obrar al servicio de la salud, de la libertad y de la cultura de los que están invitados a acoger el anuncio del Reino, tratar de que sean respetadas la integridad de su humanidad y la justicia; esto no es simplemente poner a las personas en estado de escuchar el evangelio, no es simplemente ofrecer una prueba de humanismo, sino es poner en obras el hecho del Reino que está próximo, como Jesús mismo lo hizo. Porque si el Reino se acerca, toda la realidad se cambia: los ciegos ven, los cojos andan, la Buena Nueva es anunciada a los pobres (cf. Lc 7,Z2); los “pequeños” tienen acceso a esa vida en plenitud que también a ellos les ha sido prometida, a ellos primero. Las Iglesias no pueden separar el anuncio de una vida nueva posible, de los actos que manifiestan algo de esta novedad. Pues ellas son, las primeras Ilamadas a vivir desde ahora, la vida nueva que anuncian; esta vida nueva que hace que, para cada cristiano, la liberación del otro tenga tanta importancia como la suya propia.

Una cierta ambigüedad

AI decir esto, no olvido la ambigüedad de toda acción social. Así no es tanto un compromiso social a favor de los pobres que los cristianos estamos Ilamados a vivir sino una solidaridad real con ellos. Por otra parte, necesitamos estar muy conscientes de que nuestros compromisos diaconales no crearán el Reino: solo podemos ser testigos de una realidad nueva que, desde ahora ilumina nuestras vidas. Pero comprender la búsqueda de justicia solo en su dimensión social sería mutilar la predicación del Reino.

Claro que esto no significa que debamos rechazar la laicidad que catolicos y protestantes franceses juntos han reafirmado recientemente.2 Sin suponer demasiado rápidamente que el modelo francés sea válido en todas partes, quiero sin embargo, subrayar que me parece fiel al espíritu del mensaje cristiano como un llamado dirigido a cada uno, pare una decisión personal libre: la fe no se puede imponer y a las Iglesias no les toca regentar la vida social y politica ni las conciencias. Pero tampoco pueden aceptar que el evangelio se limito al dominio privado: están llamadas a participar en los debates de la sociedad para hacer escuchar ahí las interpelaciones del evangelio, para anunciar ahl la utopía del Reino que quiere orientar ahora nuestras decisiones.

3. Servicio / poder

Colocar su misión bajo perspective del Reino de Dios es también pare las Iglesias confesar a Dios como el solo kyrios y saber afirmarló frente a todos los poderes de este mundo que siempre tienen la tendencia a tomarse como absolutos y definitivos. Esta es una actitud que compromete muy concretamente a las Iglesias y a los individuos a tomar caminos arriesgados.

Un solo Señor

Son múltiples las situaciones en las que la confesión de Dios como el único Señor suscita fuertes oposiciones de los poderes politicos: es el caso de los países donde una ideología impuesta a todos llega a ser el equivalente de una religión oficial y rechaza toda concurrencia religiosa. Es también el caso de sitios donde un gobierno apoya su poder en una religión rechazando todas las demás. Se puede también pensar en esos países tan numerosos, donde un dictador se toma como dios y considera como un opositor inaceptable toda confesión de otro Dios. Con relación a estas pretensiones, la fe cristiana constituye una instancia crítica que coloca en una posción muy incómoda a quienes se las arrogan.

Todavía falta evocar la situación de los cristianos o de las Iglesias cristianas que ejercen una dominación política en nombre de Dios. En efecto, en lo das partes donde los seres humanos han pretendido instaurar el Reino de Dios sobre la tierra, no han hecho sino crear un régimen totalitario más. Quizás en esta situación, la fe cristiana está en mayor peligro pues llega a ser imposible hacer comprender que el Señor que invocamos y que ha venido a servir y no a ser servido, haya escogido invertir las jerarquías.

El Dios “liberal”

Pero los poderes no son solamente políticos. Sin duda, hoy más que ayer, los poderes económicos se vuelven una amenaza, y la confesión de Dios como el solo kyrios, frente a esos poderes, es también indispensable y difícil. Tanto más que estos poderes vienen a roer a las Iglesias desde el interior, pretendiendo poner a su servicio el mensaje cristiano, mientras que, en efecto, lo desnaturalizan.

Me refiero aquí a los trabajos de Ariel Colonomos, 3 investigador del CNRS, quien, con ocasión de un reciente coloquio de sociología de las religines en Estrasburgo, analizaba con el modelo de redes, el funcionamiento de ciertas Iglesias evangélicas, sobre todo en América Latina. Estas Iglesias han hecho totalmente suyos los valores de resultado y de competencia que son propios del mundo capitalista, sin que la fe cristiana represente una instancia crítica suficiente con relación a esta lógica de competencia. Y aquellos miembros, para quienes la pertenencia eclesial ha constituido un trampolín hacia el ejercicio del poder político, han tenido la tendencia a comprometerse más en una política de extrema derecha, en la lógica de esta aproximación liberal, muy frecentemente con detrimento de la justicia.

Es necesario también subrayar que esas Iglesias ocupan actualmente la delantera en la escena pública, mientras se puede constatar, humanamente, algo como un fracaso de las teologías de la liberación. Digo bien “humanamenté”, quizás como la misma cruz que ha podido constituir un fracaso ante las miras humanas. Sin duda, las teologías de la liberación se reieren a un modo de relación diferente al del mercado y rechazan situarse en un régimen de competencia. Pero, ¿se puede todavía escapar a este funcionamiento en un mundo que, desde la caída del muro, está dominadó enteramente por la lógica capitalista?

Me interrogo sin embargo: ¿cómo las Iglesias pueden hacer escuchar algo del mensaje de la gracia si ellas mismas están dominadas por una lógica de competencia? ¿Cómo pueden testimoniar el señorío de Dios sobre el mundo si se preocupan sobre todo de su propio interés, si ellas mismas están sometidas al dominio del dinero o a la ambición del poder? Seguramente, estos interrogantes no se dirigen solamente a esas Iglesias neopentecostales de las que les hablé, sino a todos nosotros. Pues no se trata, a través de este ejemplo, de estigmatizar a ciertas Iglesias, sino de alertarnos sobre los peligros que amenazan a todas las Iglesias. El desafio que nos ha sido lanzado es el de saber testimoniar a un Señor venido para servir en un mundo marcado por la competencia, por el poder. De saber resistir a las trampas del poder para vivir en el mundo de la comunidad y no de la competencia. Está aquí en juego la imagen misma del Dios de Jesucristo.

Compromisos individuales necesarios

¿Quiere decir esto que como cristianos deberíamos rechazar todo ejercicio de poder político y económico? De ninguna manera. AI menos en lo que se refiere a los individuos. AI contrario, es una responsabilidad de los cristianos comprometerse en la vida política y aceptar el ejercicio del poder, permaneciendo, en lo posible, lúcidos sobre sus peligros y procurándose las barreras necesarias para tratar de escapar de ellos. Pero, a mi parecer, lo que es verdadero para los cristianos tomados individualmente no lo es para las Iglesias: ellas no deben, en cuanto tales, ejercer el poder político, pues el riesgo sería entonces demasiado grande, se puede conducir a una confusión entre el señorío de Dios y el poder que ellas ejerzan, entre la Iglesia y el Reino. Esto haría inaudible el mensaje de un Señor que ha rechazado toda dominación y que ha escogido servir antes que ser servido.

4. Ruptura / continuidad, individuo / comunidad

Quisiera en este cuarto tiempo, tratar juntos estos dos binomios que me parecen estrechamente ligados a la comprensión que se puede tener de la relación entre cristianos y no cristianos.

Precedentemente he afirmado que en el corazón del mensaje cristiano hay un llamado dirigido a cada uno para una decisión personal libre. Esta afirmación es, sin duda, un poco difícil de entender en una perspectiva católica que privilegia la pertenencia a un pueblo: “El pueblo, fundado por la convocatoria divina a una vocación escatológica, precede toda individualidad y toda vocación individual”, afirma C. Duquoc, comentando Lumen Gentium (1985, 48).4 A los protestantes les gusta más poner el acento sobre la elección personal dirigida a cada uno, con el riesgo de hacer del pleno cumplimiento de la dimensión comunitaria una figura del Reino. Paradójicamente, esta dimensión comunitaria, esencial en ciertas culturas, ha sido incomodada por el anuncio del evangelio, cuya aceptación generalmente ha ocasionado, a los nuevos convertidos, una cierta ruptura con su cultura de origen, estrechamente articulada a las religiones a las que renunciaban. Y si el evangelio ha permitido la creación de comunidades nuevas, estas que son más bien comunidades de elección, no reemplazan totalmente a la antigua comunidad aldeana que reunía a todos los habitantes.

¿ Doble pertenencia?

Me parece que la cuestión a abordar aquí es doble: ¿cómo comprender, juntos, la pertenencia a un pueblo y el llamado a ser sujeto comprometido personalmente en la fe? ¿Cómo comprender, al mismo tiempo, la pertenencia a una cultura, a una comunidad social — que frecuentemente es en ciertas sociedades una comunidad religiosa — y la pertenencia al pueblo de Dios?

La fe cristiana no puede economizar una cierta ruptura pues el Reino exige una elección y el tiempo de la Iglesia es el de la elección, de la conversión.

En los evangelios, el llamado a la conversión está estrechamente ligado a la venida del Reino. “El Reino de Dios está próximo, conviértanse y crean en el evangelio”, esto es, según Marcos, el centro de la predicación de Jesús. Pues no podemos percibir este Reino tan próximo si no aceptamos cambiar la mirada, cambiar nuestro corazón para acogerlo. La proximidad del Reino introduce una situación de crisis que nos obliga a elecciones para decidir las orientaciones y las prioridades que debemos fijar a nuestras vidas.

Esta idea de conversión presenta problemas hoy, en particular en las relaciones con otras religiones. La conversión parece incompatible con la afirmación del respeto debido a esas religiones, que preside los diálogos interreligiosos; se la vive como un signo del imperialismo cristiano. ¿Por qué no podría el Cristianismo, como en otras religiones, aceptar una doble pertenencia?

Sin embargo, no se puede olvidar la necesidad de ciertas elecciones. El evangelio, por ejemplo, nos recuerda — y con fuerza — que no podemos servir a Dios y al dinero. ¿La capacidad de elegir no es, por otra parte, una de las riquezas de los seres humanos?

Seguramente, la dificultad está en diferenciar las elecciones necesarias de las que no lo son. No nos oponemos en el diálogo interreligioso a la afirmación cristiana de la exclusividad de la confesión del nombre de Jesús como único camíno de salvación. De mi parte, me gusta interpretar esta afirmación como la expresión de la convicción de que solamente la confesión de un Dios, que ha renunciado a todo poder, puede conducirnos a la libertad con relación a los poderes que alienan nuestras vidas. Esta interpretación me parece plenamente coherente con la vida y la muerte de Jesús, que han sido total kénosis, don de sí, rénuncia al poder. Diciendo esto, estoy plenamente consciente de que todavía no he resuelto plenamente la cuestión.

Una solidaridad en tensión

Por otra parte, me parece que colocar la misión bajo el horizonte del Reino permite aclarar un poco diferente esas rupturas necesarias; doy solamento algunas pistas:

Ante todo, las Iglesias deben dirigir el llamado a la conversión de sí mismas y de sus miembros: nadie puede convertir a nadie; solo se puede convertir a uno mismo, lo que no es tan sencillo… La ruptura no se da entonces entre los cristianos y los otros, sino en el interior de cada uno, cristiano o no.

Vivir estas rupturas en el horizonte del Reino, es vivirlas en la perspectiva y la promesa de un universo enteramente reconciliado con Dios en Cristo (pienso en Ef 1,9-10), vivirlas en la perspectiva de una superación de la ruptura.

Esto permite descubrir una solidaridad nueva con esos hombres y esas mujeres que, como nosotros, están en búsqueda de un mundo reconciliado y del beneflcio de la promesa, aun si, como quizás en nosotros mismos, esta promesa suscita trastornos y resistencias. Me agrada apoyarme en estas reflexiones de G. Delteil: “El cristiano no se sitúa frente al otro sino con él, en una miseria común y en beneficio de una gracia común. (…) De hecho somos testigos el uno para el otro: él es testigo de lo que yo soy, de mis inquietudes, de mis dudas, de mi pasado que permanece tan dolorosamente presente, y yo soy testigo de lo que él es, de su alegría, de una promesa que lo ilumina, testigo de su elección y de su futuro” (Delteil 1963, 182).

Estamos llamados, pues, más allá de las rupturas necesarias, a reencontrar la solidaridad que nos une a todos los buscadores de sentido y de justicia. Por lo mismo, ¿no son ellos y quizás sin saberlo, buscadores del Reino? La misión de la Iglesia podría ser invitar a todos los seres humanos a manifestar su común humanidad en esta búsqueda del sentido y de la justicia, esta búsqueda tan próxima para nosotros de la búsqueda del Dios de Jesucristo.

Se trata de pensar en la comunidad eclesial no ante todo, como una ruptura con las otras comunidades humanas, sino como el fermento en la harina, en el horizonte de un Reino donde Dios mismo realizará el agrupamiento. En este tiempo de espera donde el lazo social y el lazo eclesial no pueden confundirse, las Iglesias están llamadas a vivir, frente a frente a la sociedad, en una tensión permanente entre el testimonio y la protesta.

Pensando en las Iglesias, las únicas manifestaciones que tenemos de la Iglesia, una y, sin embargo, tan diversa y tan frecuentemente dividida, quisiera detenerme todavía en una última tensión, la que expresan los binomios agrupación/dispersión y unidad/divisiones.

5. Agrupación / divisiones

Pensando en las Iglesias, las únicas manifestaciones que tenemos da la Iglesia, una y, sin embargo, tan diversa y tan frecuentemente dividida, quisiera detenerme todavía en una última tensión, la que expresan los binomios agrupación / despersión y unidad / divisiones.

Para introducir, cito la reflexión de A. Loisy: Jesús anunció el Reino y IIegó la Iglesia; pero de hecho llegaron las Iglesias con sus divisiones y su dificultad pare reconocerse complementarias las unas de las otras.

La misión hizo aparecer al principio, el escándalo de esta desunión, cuando en lugar de unir sus esfuerzos, los misioneros trasplantaron, en los países que ignoraban el Cristianismo, las separaciones que reinaban en sus países de origen y fundaron Iglesias mss o menos rivales. A estas diferencias confesionales que influyen en la comprensión de lo que está en el corazón de la fe se añaden hoy otras diferencias no despreciables, ligadas a la necesaria relectura del evangelio por las Iglesias de países donde no ha estado tradicionalmente implantado.

Pluradidad necesaria

De ninguna manera creo que sea necesario soñar en una Iglesia única. La pluralidad de comprensiones del evangelio y la pluralidad de las Iglesias dicen algo esencial sobre la implicación del evangelio en cada una de nuestras cultures, sobre la encarnación de la Buena Nueva en lo más concreto de nuestras existencias. Además, ellas evitan una comprensión totalitaria de la Iglesia e impiden confundir Iglesia y Reino. Sin embargo, la cuestión debe quedar abierta: ¿cómo hacer percibir, desde el exterior, algo de la unidad que existe entre los cristianos, más allá de su diversidad? Y, sobre todo, ¿cómo vivirla al interiór? Pues lo que importa es que las diferentes Iglesias aprendan a reconocerse más allá de sus diferencias y que Ileguen a vivir un verdadero diálogo entre ellas.

Vivir la misión en la perspectiva de un Reino que las reúne es pare las diferentes Igiesias y para los cristianos que las constituyen, no renunciar a reconocerse como hermanos y hermanas más allá de sus diferencias, tratar siempre de vivir plenamente esta fraternidad en el diálogo y en el compartir. Es decir, que no se trata simplemente de aceptar las diferencias en una yuxtaposición indiferente, sino de empeñarse en comprenderlas desde el interior para enriquecerse más. Esto no exduye elecciones y ruptures pues un verdadero diálogo éntre las Iglesias pasa por una reflexión teológica común; este exige que las diferentes Iglesias tengan la libertad de interpelarse las unas a las otras sobre su fidelidad al evangelio, para ayudarse mejor unas a otras a descubrir los ídolos que siempre las amenazan.

El horizonte del Reino

Colocar la misión en el horizonte de este Reino donde Dios es el único rey, es también recordar que, entre las Iglesias, hay algunas que serían garantes, algunas que serían guardianas y que podrían presentar a las otras las condiciones de entrada: frente al Reino, las Iglesias marcadas por una larga tradición no tienen ninguna ventaja con relación a las más recientes, ni las Iglesias ricas con relación a las pobres. Todas están en pie de igualdad ante la gracia de Dios y todas están llamadas a la misma misión: volver a decir, en palabras y en actos, cada una de sí misma y las unas a las otras, del norte al sur, y del sur al none, del este al oeste y del oeste al este, que este Reino constituye para la humanidad, a la vez una promesa y una interpelación, y que juntos necesitamos buscarlo.

La síntesis teológica o eclesial está fuera de nuestro alcance. Esto felizmente nos recuerda que Dios se nos escapa siempre, que está fuera del alcance de nuestra comprensión: esto no debe impedirnos buscar siempre más unidad, con nuestras diferencias y más allá de ellas.

Muchos otros binomios podrían también, a su manera, aclarar la situación de la misión de las Iglesias bajo el horizonte del Reino, en particular el binomio escucha/paiabra que está en el corazón de todo anuncio del evangelio, o también el binomio sociedad/comunidad que permitiría abrir lo que una concepción comunitaria de las Iglesias puede haber estrechado.

La tentación de las Iglesias, en una época relativamente reciente, ha sido, sin duda, querer edificar el Reino de Dios en la tierra. Hóy se trataría más bien de administrar lo cotidiano olvidando que la promesa del Reino constituye el horizonte de su acción. “¿Cómo vivir sin lo desconocido delante de uno?”, pregunta el poeta René Char. El Reino es este desconocido colocado delante de nosotros que abre el presente, hecho tan frecuentemente de juicios y de incomprensiones sobre la esperanza de la reconciliación. Él nos pone ya en movimiento; éste es el sentido de la misión.

Notas:

* Isabelle Grellier es profesora de Teología de la Facultad protestante de Strasbourg, Francia.

1. Ver en particular el análisis que hace C. Duquoc (1985, 65) apoyándose en los trabajos de L. Kolakowski: “las Iglesias administran la gracia cuando la someten a la ley, pero entonces la niegan: no mediatizan la libertad o la irracionalidad sino la domestican; es decir, la destruyen. Ouerer distribuir la gracia equitativamente es negar la esencia: ella nó es igualitaria, no es justa”.
2. Ver la obra del Comité Mixto católico-protestante, Iglesias y laicidad en Francia, 1998.
3. “Entre Europe et Amérique: les performances des réseaux à l’épreuve des civilités institutionnelles”, a publicarse en las actas del Coloquio del CSRES: Europe latine – Amérique Latine: la modernité religieuse en perspective croisés”, 4-6 octubre 1999.
4. Duquoc se refiere a Lumen Gentium y a la lectura que H. Legrand hace del documento. Para completar la cita: “Decir que la Iglesia es el pueblo de Dios implica entonces afirmar que el pueblo, fundado por la convocatoria divina a una vocación escatológica, precede toda individualidad y toda vocación individual. En términos clásicos, la relación individual á Dios, independientemente de toda socialización, no es lo primero: la convocatoria divina se orienta a constituir la humanidad en el pueblo en razón de su unidad de destino escatológico”.

Bibliografía:

Comité Mixte catholique-protestant (1998) Églises el laicité en France. Etudes et propositions, Paris (Centurion/Cerf).
Delteil, Gérard (1963), “Prosélytisme et évangélisation”, en Actes du Synode national de I’Église réformée de France.
Duquoc, C. (1985), Des Églises provisoires, Paris (Cerf), (Iglesias provlsionales: ensayo de eclesiología ecuménica, Madrid (Ediciones Cristiandad) 1986.
Gounelle, André (1988) Definition de l’Église, en ETR 1988/ 1.
Küng, Hans (1990), Ou’est-ce que I’Église ?, Paris (Desclée de Brouwer, Coll. Foi vivante).
Moltmann, Jürgen (1980), L’Église dans la force de I’ Esprit, Paris (Cerf, Cogitatio Fidei).

Ref.: En Spiritus (Edición hispanoamericana), año 41/2, n. 159, Junio de 2000. Traducción: Maria Fernanda Villacís.
Fonte: www.sedos.org

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